Cada vez que oigo hablar de ‘peatonalización’ -término por el que la RAE debería pagarnos royalties, porque empiezo a sospechar que lo hemos acuñado en Bilbao- me pongo a temblar.
Hace ya unos cuantos meses que se puso en marcha un plan piloto para la ‘peatonalización’ del Casco Viejo; y recientemente, tras un tiempo de prueba que ha llenado de orgullo y satisfacción a los de siempre y ha amargado un poco más la vida al resto, este plan se ha hecho «efectivo». O sea, que ya se aplica con el respaldo de todo el peso de la ley.
Se trata básicamente de lo habitual: prohibir, obligar, multar, decidir cuánto tiempo necesita la gente para hacer sus cosas y en qué momentos… y poco menos que pintar una línea en el suelo para que los ciudadanos caminen sobre ella sin salirse del trazado.
Sin entrar en lo que me parece desde la mera estética que todo nuestro casco histórico se haya llenado de enormes chapas que avisan de por dónde se puede circular, y a qué hora, y por dónde no (la ‘señalética’, que dicen los entendidos), lo cierto es que la nueva medida no sólo deja mucho que desear, sino que ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía, que era, según los responsables institucionales, que una zona turística como ésta «pudiera disfrutarse en toda su intensidad». Y por ‘disfrutarla’ entendieron que lo suyo era marcar horarios, marcar rutas, y organizar la vida del empresario y del cliente (incluido el turista, ése personaje que se pretende hoy prioritario en la Villa de nuestros despropósitos), orquestando el ‘modus vivendi’ de propietarios, trabajadores y consumidores desde la tranquilidad de un despacho.
Tal vez algunos de mis amigos ‘los vecinos’, los que protestaron en su día porque había mucho tráfico delante de su casa, o por las vías de sus recorridos habituales, estén momentáneamente encantados (pero no se engañen, señores munícipes, que éstos van a seguir protestando por lo siguiente que se les ocurra: está en su naturaleza). Sin embargo, según estima buena parte de la hostelería y el comercio, las ventas han caído desde que se implantó esta medida en alrededor de un 30%; el descenso en número de vehículos (la amenaza de multa obliga) ha supuesto quebraderos de cabeza para empresarios y proveedores; la tarjeta famosa, con su permiso de quince o treinta minutos, según usuario, ha disuadido a muchos de volver a acercarse por el Casco Viejo; y un montón de vecinos ‘de los otros’, de los que simplemente quieren que la vida siga su curso, están desencantados por la caída o por el aumento de costes en sus servicios.
Pero yo soy más de anécdotas y letras que de estadísticas y números, porque la realidad no se mide en hipotéticos porcentajes, sino en vivencias. Y, como muestra, unos cuantos casos reales contados en primera persona.
Vecina de la Plazuela de Santiago, tercer piso sin ascensor, 78 años y recién operada en el hospital. Va a su casa una ATS a hacerle una cura. Tiene que pedir a la mujer la tarjeta, baja, se la pone al coche (vale por un cuarto de hora), hace la cura, se va… y tiene una bonita multa porque ha estado veinticinco minutos. Supongo que la siguiente cura se la hará en tres minutos y con la cabeza puesta en el coche aparcado, con lo que es probable que la vecina muera de una gangrena o de una hemorragia, o simplemente de asco; y encima el común de la población se solidarizará con la ATS.
Hostal en la calle María Muñoz: cliente habitual llega en taxi, con dos maletas, desde la estación de Abando. Bueno, no llega: el taxista, al que ya se le han quitado las ganas cuando ella le ha dado la dirección, se niega a subir hasta Santutxu y volver a bajar, y la deja en la Plaza de Unamuno (corto pero intenso paseo tirando de equipaje, no digamos si está lloviendo). Aquí supongo que la cliente buscará para su siguiente visita a Bilbao un hostal u hotel en el que el taxi pueda dejarla en la puerta, como a una señora.
Vecino de la calle La Cruz, que llama a un fontanero por un problema en la caldera. El tercero que se digna ir (después de que dos, al oír ‘Casco Viejo’, hayan decidido que están ‘ocupadísimos’) avisa según entra de que «esto le va a costar un poco más»; en efecto, la factura se incrementa en un tercio, porque los operarios tienen que dejar el vehículo, por la mañana y por la tarde, en el parking de El Arenal. Lo más probable es que cuando este vecino vuelva a tener problemas con la caldera intente arreglarlos por sí mismo, o deje que explote aunque vuele todo el edificio.
Dos de las tiendas de mayoristas que hay en el Casco Viejo: una tiene viajantes que ya han sido sancionados; y la otra tiene dos furgonetas y una sola tarjeta. Ambas están planteándose cambiar de barrio.
Probablemente lo más triste es lo que me contó Boni, el propietario de la cafetería Lago en la calle Correo, a propósito de un matrimonio septuagenario de Mungia, que llevaba treinta años nada menos yendo semanalmente a hacer sus compras al Mercado de La Ribera, y a desayunar al Lago. Hace poco fueron ambos, visiblemente emocionados, a despedirse del personal del establecimiento: no iban a volver al Mercado -ni a Bilbao, presumiblemente- a hacer sus compras. Visualicen ustedes un plano de la zona y háganse una idea del nuevo recorrido obligado para estas personas: llegan a intentar aparcar por Artecalle, como siempre, pero les obligan a seguir circulando porque no tienen tarjeta; salen por la calle La Cruz y Unamuno hacia Prim (¡qué remedio!) y tienen que subir por Iturribide, bajar por Zabalbide hacia Bilbao La Vieja y girar hacia La Peña para finalmente aparcar en esa zona… y volver andando hasta el Mercado. Como para disuadir a cualquier cachas campeón de atletismo, o de halterofilia (que encima luego hay que volver cargado con las bolsas); no digamos ya a unas personas de cierta edad.
Y además de todos estos casos, y muchísimos más que hay, están los horarios de carga y descarga, de ocho a once, que no contemplan establecimientos que abren al público a las seis y media de la mañana, como si la ley obligara a los trabajadores que tienen que madrugar a contentarse, encima, con desayunar pan y bollería del día anterior; o los de las terrazas, que sólo pueden montarse a partir de las once, con lo que se acabaron los desayunos al aire libre, para rebote e incomprensión, sobre todo, de los turistas, a los que no se les puede sacar ni una triste mesa a la calle, lo que les hace pensar que en esta ciudad somos todos unos bordes. O el cliente mañanero que saca una silla a la vía pública para echarse un pitillo tranquilamente sentado (que algunos ya empezamos a tener achaques) después del desayuno y ve cómo se materializa al momento el guardián del orden obligándole a volver a meterla; o el conductor que para un segundo ante un local para saludar al dueño o a un conocido y se encuentra apercibido de sanción si no circula inmediatamente antes de terminar de decir «buenos días, qué tal». Y la tarjeta de marras, que la única de la que dispone el encargado de cada establecimiento tiene que rifarla entre los distintos proveedores, puesto que el horario es el mismo para todos («hoy se la doy al de Coca-Cola, mañana al pescatero y pasado al que me trae el género que se me terminó ayer: y que se maten entre ellos»).
Y luego están también los sentidos obligatorios y los prohibidos para circular, con tropecientas calles de entrada al Casco Viejo y sólo (aparte de la calle Nueva, que prácticamente nadie utiliza) dos de salida, precisamente las que históricamente han sido siempre las más comerciales: pero desde ahora también las más incómodas, porque todos los vehículos tienen que salir por Correo o Bidebarrieta, que a ciertas horas ya parecen una sucursal de la M-30 madrileña.
Las campañas de ‘Compra en tu barrio’ o ‘Compra en el pequeño comercio’ están muy bien: pero lo alucinante es que algunos todavía se extrañen del auge que vienen teniendo los grandes y despersonalizados centros comerciales de las afueras, donde lo que realmente prima es la accesibilidad, y el parking cómodo y gratuito.
Aquí, como siempre, queremos solucionar los problemas por la vía de la prohibición, de la disuasión, de la sanción o del ‘aquí mando yo, que sé de esto’; y poco se deja al sentido común. Y además, seguramente porque somos de Bilbao, no podemos matar las moscas como el resto del mundo: tenemos que hacerlo a cañonazos.
2 Comments
Muy bueno, Marsala
Si lo lee mi hermano Gonzalo te pone una calle.
Todo lo que dices es cierto pero luego para mas INRI hay calles que se pueden «peatonalizar» en un día sin molestar a nadie con clara alternativa de tráfico y que todo el mundo pide como es para mi GARCÍA RIVERO y no se hace. Perfectamente podrían abrir Gregorio de la Revilla para ir de gran vía a Urquijo y dejar GARCÍA RIVERO que solo se usa para dar la vuelta como expansión de La tocada Hosteleria Bilbaina